jueves, 14 de agosto de 2008

Seguimos con la Obra de Leon Denis


II - LOS PROBLEMAS DE LA EXISTENCIA
Lo que le es importante al hombre saber por encima de todo, que es, de donde viene,
donde va, cual es su destino. Las ideas que nos hacemos del Universo y de sus leyes, del
papel que cada uno de nosotros debe jugar sobre este teatro vasto, son de una importancia
capital. Es según ellas que dirigimos nuestros actos. Es consultándolas que fijamos un fin en
nuestra vida y marchamos hacia ese fin. Allí está la base, el verdadero móvil de toda
civilización. Tanto vale el ideal, tanto vale al hombre. Tanto para las colectividades, como
para el individuo, es la concepción del mundo y de la vida que determina los deberes; fija la
vía que hay que seguir; las resoluciones que hay que adoptar.
Pero, así como lo dijimos, la dificultad en resolver estos problemas nos los hace
rechazar demasiado a menudo. La opinión de la mayoría es inestable, indecisa; los actos,
los caracteres se resienten de eso. Ahí está el mal de la época, la causa de la confusión en
la cual está presa. Tenemos el instinto del progreso; queremos marchar, pero, ¿para ir a
dónde? Es con lo qué no se sueña bastante. El hombre, ignorante de su destino, es como
un viajero que recorre automáticamente un camino, sin conocer ni el punto de partida ni el
punto de destino, y no sabe por qué viaja; que, como consecuencia, siempre está dispuesto
a fijarse en el menor obstáculo, y pierde su tiempo descuidando el fin que hay que alcanzar.
La insuficiencia, la oscuridad de las doctrinas religiosas y los abusos que engendraron
llevaron a buen número de espíritus al materialismo. Creemos de buena gana que todo
acaba con la muerte, que el hombre no tiene otro destino que desvanecerse en la nada.
Demostraremos más adelante cuánto esta manera de ver está en oposición flagrante
con la experiencia y la razón. Digamos desde ahora que destruye toda noción de justicia y
de progreso.
Si la vida está circunscrita entre la cuna y la tumba, si las perspectivas de la
inmortalidad no vienen para alumbrar nuestra existencia, el hombre no tiene ya otra ley que
la de sus instintos, la de sus apetitos, la de sus goces. Poca importancia tiene que le gusten
el bien y la equidad. Si sólo aparece y sólo desaparece de este mundo, si se lleva con él, en
el olvido, sus esperanzas y sus afectos, sufrirá tanto más cuanto más elevadas sean sus
aspiraciones; amando la justicia, el soldado del derecho, se considera condenado por no ver
casi nunca su consecución; apasionado por el progreso, sensible a los dolores de sus
semejantes, se imagina que se apagará antes de haber visto triunfar sus principios.
Con la perspectiva de la nada, cuanto más habrá practicado la devoción y la justicia,
más caerá su vida fértil en amarguras y en decepciones. El egoísmo bien comprendido sería
la sabiduría suprema; la existencia perdería toda grandeza, toda dignidad. Las facultades
más nobles, las tendencias más generosas del espíritu humano acabarían por marchitarse,
por apagarse totalmente.
La negación de la vida futura suprime también toda sanción moral. Con ella, que sean
buenos o malos, criminales o sublimes, todos los actos acaban con el mismo resultado. No
hay compensaciones a las existencias miserables, a la oscuridad, a la opresión, al dolor; no
hay más consuelo en la prueba, más esperanza para los afligidos. Ninguna diferencia
espera, en el futuro, al egoísta que sólo vivió y a menudo a costa de sus semejantes, y el
mártir o el apóstol que habrá sufrido, habrá sucumbido combatiendo por la emancipación y
el progreso de la raza humana. La misma sombra servirá para ellos de mortaja.
El porqué de la Vida
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Si todo acaba con la muerte, el ser no tiene ninguna razón para esforzarse, para
contener sus instintos, sus gustos. Aparte de las leyes terrestres, nada puede retenerlo. El
bien y el mal, el justo y el injusto también se confunden y se unen en la nada. Y el suicidio
será siempre un medio de escapar de los rigores de las leyes humanas.
La creencia en la nada, al mismo tiempo que arruina toda sanción moral, deja irresoluto
el problema de la desigualdad de las existencias, en lo que toca a la diversidad de
facultades, de aptitudes, de situaciones, de méritos. En efecto, ¿por qué a unos todos los
dones del espíritu y del corazón, los favores de la fortuna, mientras que tantos otros, tienen
en reparto sólo pobreza intelectual, vicios y miseria? ¿Por qué, en la misma familia, los
padres y los hermanos, nacidos de la misma carne y de la misma sangre, difieren en tantos
puntos? Muchas cuestiones insolubles para los materialistas, así como para muchos
creyentes. Estas cuestiones, vamos a examinarlas brevemente a la luz de la razón.

III - ESPÍRITU Y MATERIA
No hay efecto sin causa; nada procede de nada. Estos son los axiomas, es decir las
verdades indiscutibles. Entonces, como se comprueba en cada uno de nosotros la
existencia de fuerzas, de potencias que no pueden estar consideradas como materiales, es
necesario, para explicar la causa, remontarnos a otra fuente distinta a la materia, a este
principio que nombramos alma o espíritu.
Cuando, descendiendo en el fondo de nosotros mismos queremos aprender a
conocernos, a analizar nuestras facultades; cuando, apartando de nuestra alma la espuma
que acumula allí la vida, el envoltorio espeso cuyos perjuicios, errores y sofismas revistieron
nuestra inteligencia, penetramos en los dobleces más íntimos de nuestro ser, nos
encontramos allí cara a cara con estos principios augustos sin los cuales no habría
grandeza para la humanidad: el amor al bien, el sentimiento de la justicia y del progreso.
Estos principios, que se reencuentran en grados diversos, tanto en casa del ignorante como
en casa del hombre sabio, no pueden provenir de la materia, que está privada de tales
atributos. Y si la materia no posee estas cualidades, ¿cómo podría formar, ella sola, seres
dotados de ellas? El sentido de lo bello y de la verdad, la admiración que experimentamos
hacia las obras grandes y generosas, no podrían tener el mismo origen que la carne de
nuestros miembros o la sangre de nuestras venas. Estos son más bien como los reflejos de
una luz alta y pura que brilla en cada uno de nosotros, lo mismo que el sol se refleja sobre
las aguas, sean estas aguas fangosas o límpidas.
En vano pretenderíamos que todo es materia. Nosotros que sentimos realces
poderosos de amor y de bondad, que amamos la virtud, la devoción, el heroísmo; el
sentimiento de la belleza moral está grabado en nosotros; la armonía de las cosas y de las
leyes nos penetra, nos arrebata; ¡y nada de todo eso nos distinguiría de la materia!
Sentimos, amamos, poseemos la conciencia, la voluntad y la razón; ¡y procederíamos de
una causa qué no encierra estas calidades en ningún grado, de una causa que no siente, no
ama ni sabe nada, que es ciega y muda! ¡Superiores a la fuerza qué nos produce,
estaríamos más perfeccionados y seríamos mejores que ella!
Tal forma de ver las cosas no se sostiene. El hombre participa de dos naturalezas. Por
su cuerpo, por sus órganos, deriva de la materia; por sus facultades intelectuales y morales,
es espíritu.
Digamos más exactamente todavía, respecto al cuerpo humano, que los órganos que
componen esta admirable máquina son semejantes a ruedas incapaces de actuar sin un
motor, sin una voluntad que los ponga en movimiento. Este motor, es el alma. El tercer
elemento conecta a la vez a los otros dos, transmitiendo a los órganos las órdenes del
pensamiento. Este elemento es el periespíritu, la materia etérea que escapa a nuestros
sentidos. Envuelve al alma, la acompaña después de la muerte en sus peregrinaciones
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infinitas, depurándose, progresando con ella, dotándola de un cuerpo diáfano y vaporoso.
Iremos más lejos sobre la existencia de este periespíritu, llamado también doble fluídico1. El
espíritu yace en la materia como un preso en su celda; los sentidos son las aberturas a
través de las cuales comunica con el mundo exterior. Pero, mientras que la materia decae
tarde o temprano y se descompone, el espíritu crece en fuerza, se fortifica por la educación
y la experiencia. Sus aspiraciones aumentan, se extienden allende la tumba; su necesidad
de saber, de conocer, de vivir no tiene límite. Todo muestra que el ser humano pertenece
sólo temporalmente a la materia. El cuerpo es sólo un traje prestado, una forma pasajera, un
instrumento con la ayuda del cual el alma persigue en este mundo su obra de depuración y
de progreso. La vida espiritual es la vida normal, verdadera e infinita.
IV - ARMONÍA DEL UNIVERSO
Siendo dada en nosotros la existencia de un principio inteligente y razonable, el
encadenamiento de las causas y de los efectos nos hace remontar, para explicar su origen,
hasta la fuente de donde emana. A esta fuente, en nuestro limitado e insuficientes lenguaje,
los hombres le llamamos Dios.
Dios, diremos, ha sido presentado bajo aspectos tan extraños, a veces tan
escandalosos por los hombres de secta, que el espíritu moderno se apartó de Él. ¡Pero qué
importan estas divagaciones de los sectarios! Pretender que Dios puede ser aminorado por
las declaraciones de los hombres equivale a decir que el Montblanc y el Himalaya pueden
ser manchados por el soplo de una mosca. La verdad plana radiante y deslumbrante, está
por encima de las oscuridades teológicas.
Dios es el centro de donde emanan y donde desembocan todas las fuerzas del
Universo. Es el hogar de donde irradia toda idea de justicia, de solidaridad y de amor; el fin
común hacia el cual todos los seres se encaminan, a sabiendas o inconscientemente. Es de
nuestras relaciones con el gran Arquitecto de los mundos de donde emanan la armonía
universal, la comunidad, la fraternidad. Para ser hermanos, en efecto, hay que tener un
padre común, y este padre sólo puede ser Dios.
Para divisarlo, es verdad, el pensamiento debe librarse de preceptos estrechos,
prácticas vulgares, rechazar formas pueriles con las que ciertas religiones envolvieron el
ideal supremo. Se debe estudiar a Dios en la majestad de sus obras.
Cuando todo reposa en nuestras ciudades, cuando la noche es transparente y cuando
se hace el silencio sobre la tierra adormecida; ¡entonces, oh hombre! Mi hermano, eleva tu
mirada y contempla el infinito de los cielos.
Procurarás en vano contarlos; se multiplican hasta en las regiones más infinitas; se
confunden en la lejanía, como un polvo luminoso. Observa también sobre los mundos
vecinos de la Tierra dibujarse los valles y las montañas, ahuecarse los mares, moverse las
nubes. Reconoce que las manifestaciones de la vida se producen por todas partes, y que un
orden admirable une, bajo leyes uniformes y por destinos comunes, la Tierra y sus
hermanos, los planetas que yerran en el infinito. Sepas que todos esos mundo, habitados
1 Desde hace algunos años, cierta escuela se esfuerza por sustituir al dualismo de la materia y del espíritu por la teoría de la
unidad de sustancia. Para ella la materia y el espíritu son estados diversos de la única y misma sustancia que, en su
evolución eterna, se afina, se depura, se vuelve inteligente y consciente. Sin abordar aquí la cuestión de fondo que
necesitaría desarrollos largos, hay que reconocer que la idea que se hizo hasta aquí de la materia era errónea. Gracias a
los descubrimientos de Crookes, Becquerel, Curie, Lebon, la materia nos aparece hoy bajo estados muy sutiles y, en estos
estados, reviste propiedades infinitamente variadas. Su flexibilidad es extrema. A un cierto grado de rarefacción, se troca
en fuerza. G. Lebon pudo decir, con aparente razón, que la materia es sólo la fuerza condensada y la fuerza, la materia
separada. En cuanto a deducir de estos hechos que la fuerza toma inteligencia en un momento dado de su evolución y se
vuelve consciente, es solamente una hipótesis. Para nosotros, hay, entre el ser y el no ser, una diferencia de esencia. Por
otra parte, el momismo de Haeckelien, negando al espíritu humano una vida independiente del cuerpo y rechazando toda
noción de la supervivencia, acaba lógicamente en las mismas consecuencias que el materialismo positivista e incurre en
las mismas críticas.
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por otras sociedades humanas, se agitan, se alejan, se acercan puestos en movimiento a
velocidades diversas, recorriendo espacios inmensos; qué por todas partes el movimiento, la
actividad, la vida, se muestran en un espectáculo grandioso. Observa nuestro mismo globo,
esta Tierra, nuestra madre, la cual parece decirnos: vuestra carne es la mía, vosotros sois
mis hijos. Observa allí, esta gran nodriza de la humanidad; mira la armonía de sus
contornos, sus continentes, en el seno de los cuales las naciones tienen su germen y su
grandeza, sus vastos océanos siempre móviles; son la renovación de las estaciones que la
reviste por turno de verdes adornos o de rubias cosechas; contempla los vegetales, los
seres vivos que la pueblan: aves, insectos, plantas y flores; cada una de estas cosas es una
cincelada maravillosa, una joya del estuche divino. Sé circunspecto tú mismo; ve el juego
admirable de tus órganos, el mecanismo maravilloso y complicado de tus sentidos. Qué
genio humano podría imitar estas obras maestras delicadas: ¿el ojo y la oreja?
Observa la marcha rítmica de los astros, evolucionando en las profundidades. Estos
fuegos innumerables son mundos al lado de los cuales la Tierra es sólo un átomo, sol
prodigioso que rodea comitivas de esferas y cuyo curso rápido se mide a cada minuto por
millones de años de luz. Distancias terribles nos separan de eso. Es por ello que nos
parecen puntos simples y luminosos. Pero, dirige hacia ellos el ojo colosal de la ciencia, el
radiotelescopio, distinguirás sus superficies semejantes a océanos en llama.
Considera todas estas cosas y pide a tu razón, a tu juicio, si tanta belleza, esplendor,
armonía, pueden resultar del azar, o si no es más bien una causa inteligente que dirige el
orden del mundo y la evolución de la vida. Y si me objetas las plagas, las catástrofes, todo lo
que viene para turbar este orden admirable, te responderé: escudriña los problemas de la
naturaleza, no te detengas en la superficie, desciende al fondo de las cosas y descubrirás
con asombro que contradicciones aparentes sólo confirman la armonía general, que son
útiles para el progreso de los seres, que es el fin único de la existencia.
¿Si Dios hizo el mundo, replican triunfalmente ciertos materialistas, quien hizo pues a
Dios? Esta objeción no tiene sentido. Dios no es un ser que se añada a la serie de los seres.
Es el Ser universal e ilimitado en el tiempo y en el espacio, por consiguiente infinito, eterno.
No puede haber allí ningún ser encima ni al lado de Él. Dios es la fuente y el principio de
toda vida. Es por Él que se enlazan, se unen, se armonizan todas las fuerzas individuales,
sin Él aisladas y divergentes.
Abandonadas a ellas mismas, no siendo regidas por una ley, una voluntad superior,
estas fuerzas habrían producido sólo confusión y caos. La existencia de un plano general,
de un fin común, en los cuales participan todas las potencias del universo prueba la
existencia de una causa, de una inteligencia suprema, que es Dios.

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