lunes, 18 de agosto de 2008

V - Las vidas sucesivas

V - LAS VIDAS SUCESIVAS
Lo dijimos ya: con el fin de alumbrar su futuro, el hombre debe ante todo aprender a
conocerse. Para marchar con paso seguro, hay que saber dónde se va. Es haciendo sus
actos conformes a las leyes superiores que el hombre trabajará eficazmente en su
mejoramiento, en el del medio social. Lo importante es discernir estas leyes, determinar los
deberes que nos imponen, prever las consecuencias de nuestras acciones. El día en que
sea conocido por la grandeza de su papel, el ser humano sabrá desprenderse mejor de lo
que le aminora y le rebaja; sabrá gobernarse según la sabiduría, preparar por sus esfuerzos
la unión fecunda de los hombres en una gran familia de hermanos.
Pero todavía estamos lejos de este estado de cosas. Aunque la humanidad avanza en
la vía del progreso, podemos decir sin embargo que la inmensa mayoría de sus miembros
marcha a través de la vida como en medio de una noche oscura, ignorándose, no sabiendo
nada del fin real de la existencia.



Las tinieblas espesas ponen un velo a la razón humana. Los rayos de la verdad le
llegan sólo pálidos, débiles, impotentes para alumbrar los caminos sinuosos que siguen las
legiones innumerables en marcha, impotentes hacen resplandecer a sus ojos el fin ideal y
lejano.
Ignorando su destino, flotando sin cesar del perjuicio al error, el hombre maldice a
veces la vida. Cediendo bajo su carga, responsabiliza a sus semejantes de la causa de las
pruebas que aguanta y que engendra demasiado a menudo su imprevisión. Rebelado contra
Dios, al que acusa de injusticia, incluso llega algunas veces, en su locura y su
desesperación, a dejar el combate saludable, la lucha que sólo puede fortificar su alma,
alumbrar su juicio, prepararlo para trabajos de un orden más elevado.
¿Por qué es él así? ¿Por qué el desciende débil y desarmado a la gran arena donde se
libra, sin tregua, sin pausa, la eterna y gigantesca batalla? El caso es que este globo, la
Tierra, es sólo un grado inferior en la escala de los mundos. Residen aquí sólo espíritus
jóvenes, es decir almas nacidas hace poco a la razón. La materia reina soberana en
nuestro mundo. Nos doblega a su yugo, limita nuestras facultades, frena nuestros avances
hacia el bien, nuestras aspiraciones hacia el ideal.
También, para discernir el por qué de la vida, para divisar la ley suprema que rige las
almas y los mundos, hay que saber librarse de estas influencias pesadas, librarse de
preocupaciones de orden material, de todas estas cosas pasajeras y cambiantes que
atestan nuestro espíritu, oscureciendo nuestro juicio. Es elevándonos con el pensamiento
por encima del horizonte de la vida, haciendo caso omiso del tiempo y del lugar, aislándolo
en cierto modo por encima de los detalles de la existencia, que percibiremos la verdad, Por
un esfuerzo de voluntad, abandonamos un instante la Tierra, subimos estas alturas
imponentes. Desde su cumbre se desplegará para nosotros el panorama inmenso de las
edades sin número y de los espacios ilimitados. Lo mismo que el soldado, perdido en la
pelea, ve sólo confusión alrededor de él, mientras que el general, cuya mirada cubre todas
las peripecias de la batalla, las calcula y prevé los resultados; Lo mismo que el viajero,
extraviado en las dobleces del terreno puede, subiendo la montaña, verlos derretirse un
plano grandioso; así el alma humana, de estas cimas donde planea, lejos de los ruidos de la
tierra, lejos de las hondonadas oscuras, descubre la armonía universal. Lo que desde abajo
le parecía contradictorio, inexplicable e injusto, visto de arriba, se enlaza, se alumbra; las
sinuosidades del camino se enderezan; todo se une, se encadena; en el espíritu
deslumbrado aparece el orden majestuoso que ajusta el curso de las existencias y la
marcha de los universos.
De estas alturas iluminadas, la vida no es ya a nuestros ojos, como es a los ojos de la
muchedumbre, la persecución vana de satisfacciones efímeras, sino un medio de
perfeccionamiento intelectual, de elevación moral; una escuela donde aprender la dulzura, la
paciencia, el deber. Y esta vida, para ser eficaz, no puede estar aislada. Fuera de sus
límites, antes del nacimiento y después de la muerte, vemos, en una especie de penumbra,
desarrollarse multitud de existencias a través de las cuales, como premio del trabajo y del
sufrimiento, conquistamos pieza por pieza, pedazo por pedazo, el poco saber y cualidades
que poseemos; por ellas también conquistaremos lo nos falta: una razón perfecta, una
ciencia sin huecos, un amor infinito para todo lo que vive.
La inmortalidad, semejante a una cadena sin fin, se celebra para cada uno de nosotros
en la inmensidad de los tiempos. Cada existencia es un eslabón que se conecta hacia atrás
y adelante con un eslabón distinto, con una vida diferente, pero solidaria con los demás. El
obsequio es la consecuencia del pasado y la preparación del futuro. De grado en grado, el
ser se eleva y crece. Artesano de sus propios destinos, el alma humana, libre y responsable,
escoge su camino; y, si este camino es malo, las caídas que hará en él, las piedras y los
espinos que la desgarrarán, tendrán por resultado desarrollar su experiencia y alumbrar su
razón naciente.

VI - JUSTICIA Y PROGRESO
La ley superior del Universo, es el progreso incesante, la ascensión de los seres hacia
Dios, hogar de las perfecciones. Profundidades del abismo de vida, por un camino infinito y
una evolución constante, nos le acercamos. En el fondo de cada alma es depositado el
germen de todas las facultades, de todas las fuerzas; le corresponde a ella hacerlos nacer
por sus esfuerzos y sus trabajos. Contemplado bajo este aspecto, nuestro adelanto, nuestra
felicidad futura es nuestra obra. La gracia no tiene más razón de ser. La justicia irradia sobre
el mundo; porque, si todos nosotros luchamos y sufrimos, todos nosotros seremos salvados.
También se revela aquí en toda su grandeza el papel del dolor, su utilidad para el
adelanto de los seres. Cada globo que rueda en el espacio es un vasto taller donde la
sustancia espiritual es trabajada sin cesar. Así como un mineral grosero, bajo el efecto del
fuego y las aguas, se convierte poco a poco en un metal puro, así el alma humana, bajo los
martillos pesados del dolor se transforma y se fortifica. Es en medio de las pruebas que se
forjan los grandes caracteres. El dolor es la purificación suprema, el horno donde funden
todos los elementos impuros que nos manchan: el orgullo, el egoísmo, la indiferencia. Es la
sola escuela donde se afinan las sensaciones, donde se aprenden la piedad y la resignación
estoica. Los goces sensuales, atándonos a la materia, retrasan nuestra elevación, mientras
que el sacrificio y la abnegación, nos sueltan con anticipación de esta pesada carga, nos
preparan para nuevas etapas, a una ascensión más alta. El alma, purificada, santificada por
las pruebas, ve terminar las encarnaciones dolorosas. Abandona para siempre los globos
materiales y se eleva en la escala magnífica de mundos felices. Recorre el campo ilimitado
de los espacios y de las edades. A cada paso adelante, ve ensanchar su horizonte y
aumentar su radio de acción; percibe cada vez más, de forma distinta, la gran armonía de
las leyes y de las cosas, participa en ellas de forma más estrecha, más efectiva. Entonces el
tiempo se borra para ella; los siglos fluyen como las horas. Unida a sus hermanas,
compañeras de eterno viaje, persigue su ascensión intelectual y moral en el seno de una luz
siempre creciente.
De nuestras observaciones y de nuestras búsquedas se deduce así una gran ley: la
pluralidad de las existencias del alma. Vivimos antes del nacimiento y reviviremos después
de la muerte. Esta ley da la clave de problemas hasta ahora insolubles. Sólo ella explica la
desigualdad de las condiciones, la variedad infinita de las aptitudes y de los caracteres.
Conocimos o conoceremos sucesivamente todas las fases de la vida social, atravesaremos
todos los medios. En el pasado, estábamos como estos salvajes que pueblan los
continentes retrasados; en el futuro, podremos elevarnos a la altura de los genios
inmortales, los espíritus gigantes que, semejantes a faros luminosos, alumbran la marcha de
la humanidad. La historia de ésta es nuestra historia. Con ella, recorrimos las vías arduas,
sufrimos las evoluciones seculares que relatan los anales de las naciones. El tiempo y el
trabajo: he aquí los elementos de nuestros progresos.
Esta ley de la reencarnación muestra de manera brillante la justicia suma que reina
sobre todos los seres. Por turno forjamos y quebramos nosotros mismos nuestras cadenas.
Las pruebas horrorosas entre las que sufren algunos de nosotros son, en general, la
consecuencia de su conducta pasada. El déspota renace esclavo; la mujer alta, la vanidosa
de su belleza, repetirá un cuerpo informe y miserable; el ocioso volverá mercenario,
encorvado a una tarea ingrata. El que hizo sufrir sufrirá a su vuelta. Inútil buscar el infierno
en regiones desconocidas o lejanas, el infierno está en nosotros, se esconde en los pliegues
ignorados del alma culpable, y sólo la expiación puede dar término a sus dolores. No hay
penas eternas. ¿Pero, diremos, si otras vidas precedieron al nacimiento, por qué perdimos
la memoria? ¿Cómo podremos expiar con éxito las faltas olvidadas?
¡La memoria! ¿No sería un pesado grillete atado a nuestros pies? ¿Saliendo apenas de
etapas de furor y de bestialidad, que debió ser este pasado de cada uno de nosotros? ¡A
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través de las etapas pasadas, cuantas lágrimas vertidas, cuanta sangre derramada por
nuestros hechos! Conocimos el odio y practicamos la injusticia. ¡Qué carga moral sería esta
perspectiva larga de faltas para un espíritu todavía endeble e inseguro!
¿Y además, la memoria de nuestro propio pasado no estaría vinculada íntimamente a la
memoria del pasado de los demás? ¡Qué situación para el culpable, señalado al hierro
candente para la eternidad! Por la misma razón, los odios, los errores se perpetuarían,
cavando divisiones profundas e imborrables, en el seno de esta humanidad ya tan
desgarrada. Dios hizo bien de borrar de nuestros cerebros débiles la memoria de un pasado
temible. Después de haber bebido el brebaje del olvido, renacemos a una nueva vida. Una
educación diferente, una civilización más amplia hacen desvanecerse las quimeras que
frecuentaron en otro tiempo nuestros espíritus. Aliviados de tan pesado equipaje avanzamos
con paso más rápido por las vías que nos son abiertas.
Sin embargo, este pasado no es borrado tanto que no pudiéramos entrever algunos
vestigios. Si, separándonos de influencias exteriores, descendemos al fondo de nuestro ser;
si analizamos con cuidado nuestros gustos, nuestras aspiraciones, descubrimos cosas que
nada en nuestra existencia actual y con la educación recibida puede explicar. Por lo tanto,
de ahí logramos reconstituir este pasado, si no en sus detalles, por lo menos en sus grandes
líneas. En cuanto a las faltas arrastran en esta vida una expiación necesaria, aunque
momentáneamente sean borradas de nuestra vista, la causa primera no deja de subsistir,
siempre visible, es decir nuestras pasiones, nuestro carácter fogoso, que las nuevas
encarnaciones tienen por objeto amaestrar, suavizar.
Así pues, si dejamos en las puertas de la vida los recuerdos más peligrosos, traemos
por lo menos con nosotros el fruto y las consecuencias de trabajos realizados, es decir una
conciencia, un juicio, un carácter tales como les dimos forma nosotros mismos. Lo innato no
es más que la herencia intelectual y moral que nos legan las vidas desvanecidas.
Y cada vez que se abren para nosotros las puertas de la muerte; cuando, liberada del
yugo material, nuestra alma escapa de su prisión de carne para volver al mundo de los
Espíritus, entonces el pasado reaparece poco a poco delante de ella. Una tras otra, sobre la
ruta seguida, revisa sus existencias, las caídas, las paradas, las marchas rápidas. Ella
misma se juzga midiendo el camino recorrido. En el espectáculo de sus vergüenzas o de
sus méritos, mostrados ante ella, encuentra su castigo o su recompensa.
¿Siendo el fin de la vida el perfeccionamiento intelectual y moral del ser, qué condición,
qué medio es el más conveniente mejor para conseguir este fin? El hombre puede trabajar
en este perfeccionamiento en todas las condiciones, en todos medios sociales; sin embargo,
tendrá éxito más fácilmente en ciertas condiciones determinadas.
La riqueza proporciona al hombre medios poderosos de estudio; le permite dar a su
espíritu una cultura más desarrollada y más perfecta; pone entre sus manos las facilidades
más grandes para aliviar a sus hermanos desgraciados, de participar, con vistas al
mejoramiento de su suerte en fundaciones útiles. Pero son raros los que consideran un
deber trabajar en el alivio de la miseria, en la instrucción y en la mejora de sus semejantes.
La riqueza deseca demasiado a menudo el corazón humano; extingue esta llama
interior, este amor al progreso y a las mejoras sociales que alberga toda alma generosa;
eleva una barrera entre los poderosos y los humildes; hace vivir en un medio que no
alcanzan los desheredados de este mundo y donde, por consiguiente, las necesidades, los
dolores de éstos son casi ignorados, desconocidos siempre.
La miseria tiene también sus peligros espantosos: la degradación de los caracteres, la
desesperación, el suicidio. Pero mientras que la riqueza nos hace indiferentes, egoístas, la
pobreza, acercándonos a humildes, nos hace compadecernos con su dolor. Sí, hay que
haber sufrido para apreciar los sufrimientos de otro. Mientras que los poderosos, en el seno
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de los honores, se envidien entre ellos y procuren rivalizar en brillantez, los humildes,
vecinos por la necesidad, viven a veces en conmovedora confraternidad.
Mira a las aves de nuestros climas durante los meses de invierno, cuando el cielo es
sombrío, cuando la tierra está cubierta de un abrigo blanco de nieve; apretadas unas contra
otras, al borde de un tejado, se calientan mutuamente en silencio. La necesidad les une.
Pero vienen los bellos días, el sol resplandeciente, la comida abundante, pían a cual mejor,
se persiguen, se pelean, se hieren. Así es el hombre. Dulce, afectuoso para sus semejantes
en los días de tristeza; la posesión de los bienes materiales lo hace demasiado a menudo
duro y olvidadizo.
Una condición modesta convendrá mejor al espíritu deseoso de progresar, de adquirir
las virtudes necesarias para su ascensión moral. Lejos del remolino de los placeres
mentirosos, juzgará mejor la vida. Preguntará a la materia qué es necesario para la
conservación de sus órganos, pero evitará caer en costumbres perniciosas, hacerse presa
de las necesidades innumerables y ficticias que son las plagas de la humanidad. Será sobrio
y laborioso, contentándose con poco, atándose por encima de todo a los placeres de la
inteligencia y a las alegrías del corazón.
Tan fortificado contra los asaltos de la materia, el sabio, bajo la luz pura de la razón,
verá resplandecer su destino. Alumbrado sobre el fin de la vida y el por qué de las cosas, se
mantendrá firme, resignado ante el dolor; sabrá usarla para su depuración, para su adelanto.
Se enfrentará a la prueba con coraje, sabiendo que la prueba es saludable, que es el
choque que desgarra nuestras almas, y que, por este rasgón solo, puede derramarse la hiel
que está en nosotros. Si los hombres se ríen de él, si es víctima de la injusticia y de la
intriga, aprenderá a soportar pacientemente sus dolores trasladando sus miradas hacia
nuestros hermanos mayores, hacia Sócrates bebiendo la cicuta2, hacia Jesús en la cruz,
hacia Juana de Arco en la hoguera. Se consolará en el pensamiento que los más grandes,
más virtuosos, los más dignos, sufrieron y murieron para la humanidad.
Y cuando por fin, después de una existencia bien cumplida, vendrá la hora solemne,
será con calma y sin pesar que acogerá a la muerte; la muerte, a la que los humanos rodean
de un aparato siniestro; la muerte, el espanto de los poderosos y de los sensuales, y que,
para el pensador austero, es sólo la liberación, la hora de la transformación, la puerta que se
abre al imperio luminoso de los Espíritus.
Este umbral de las regiones supraterrenales, lo atravesará con serenidad. Su
conciencia, libre de las sombras materiales, se levantará delante de él como un juez,
representante de Dios, pidiéndole: "¿que hiciste de tu vida? Y responderá: luché, sufrí, amé,
enseñé el bien, la verdad, la justicia; les di a mis hermanos el ejemplo de la rectitud, de la
dulzura; alivié a los que sufren, consolé a los que lloran. Y ahora, que El Eterno me juzga,
¡heme aquí en sus manos
!"

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es Asi!!!!

Anónimo dijo...

Es verdad .. Hay que caminar com paso seguro y aprender de todo lo que nos pasa y nos rodea